
El estilo de Ruiz Zafón, ágil y rápido, casi cinematográfico, y donde privan el diálogo y la acción sobre la reflexión y la experimentación formal, supone un vuelco a las direcciones habituales de la literatura española, mostrando al mundo editorial el ejemplo más contundente en el desarrollo de un producto capaz de emular los éxitos provenientes del mercado anglófono, y al gremio de los autores un modelo de novela que, exportando la técnica y rudimentos del Best Seller norteamericano, iba a ser explotado hasta la saciedad.
EL JUEGO DEL ÁNGEL
Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de papel que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado a recordar ese momento, porque para entonces ya está perdido y su alma tiene precio. Mi primera vez llegó un lejano día de diciembre de 1917. Tenía por entonces diecisiete años y trabajaba en La Voz de la Industria, un periódico venido a menos que languidecía en un cavernoso edificio que antaño había albergado una fábrica de ácido sulfúrico y cuyos muros aún rezumaban aquel vapor corrosivo que carcomía el mobiliario, la ropa, el ánimo y hasta la suela de los zapatos. La sede del diario se alzaba tras el bosque de ángeles y cruces del cementerio del Pueblo Nuevo, y de lejos su silueta se confundía con la de los panteones recortados sobre un horizonte apuñalado por centenares de chimeneas y fábricas que tejían un perpetuo crepúsculo de escarlata y negro sobre Barcelona.
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